Hacia el western por el chiste fácil
Mil maneras de morder el polvo está repleta de cameos y referencias
a otras películas. La última de ellas parece otra broma estúpida más (después
de muchas) en la que vemos a Jamie Foxx enfundarse su traje de Django desencadenado. Considerando la
película de Tarantino como el western
más hablado de todos los tiempos (Tarantino habla por los codos y sus
personajes también), a lo mejor no es casualidad la referencia directa a aquélla
en este western donde el protagonista
soluciona (o eso intenta) sus duelos a muerte a base de incontinencia verbal.
Si lo que le
pedimos a Mil maneras de morder el polvo
es perdurar en el tiempo, será un fracaso grande, pero MacFarlane tiene buena mano para el producto de consumo rápido y
entretenido. Quizá su segunda película no sea tan antológica como lo fue la
primera, Ted (2012), pero repite
fórmula con eficacia: la relectura de un género clásico a través de la sátira
irreverente primero, que después y cómodamente se va adaptando a los cánones
tradicionales de lo que funciona en una sala de cine. Que un tipo ya adulto y
exitoso como MacFarlane no le tenga miedo al caca-culo-pedo-pis (que se dice por ahí) demuestra los pocos
complejos que lleva consigo.
Eso sí, MacFarlane le debe unas cuantas cenas a Charlize Theron. ¿Qué
demonios sería de nosotros si no nos enamorásemos en hora y media de ella? Las
ovejas, los bigotes y las balas importan porque ella está esperando. Hasta en
eso se parece esta película a Ted,
donde Mila Kunis brillaba elevando el nivel de sus compañeros de reparto. Pese
a lo dicho, si se cruzan con un amigo al que Mil maneras de morder el
polvo le parezca convencional y chabacana, no le retiren el saludo,
puede que esté en lo cierto. Eso no significa que sea menos disfrutable.
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