¡Yo le vendo una estufa a un esquimal!
Diez años en
la vida de Jordan Belfort dan para mucho. A Belfort le dio para levantar un
imperio, amasar una fortuna bestial, beber, divorciarse de su mujer, fumar, volver
a casarse, entrar en la cárcel, y sobre todo, pasárselo en grande. A Scorsese le
ha dado para sofocar su instinto irrefrenable por hacer cine glorioso. Un señor
de 71 años liberado de prejuicios dando una pirueta mortal de 179 minutos (el
metraje más largo que ha estrenado Scorsese en cine).
La película
retrata a Jordan Belfort, un broker
de bolsa montado en un cohete hacia el éxito que acaba por darse de bruces
contra el muro que levanta el tiempo. Martin Scorsese pisa terreno seguro, lo
suyo son las historias de ascenso y caída de hombres ambiciosos, adictos a todo
lo fumable. El dinero, en lo alto de la lista, por supuesto.
El estilo, el
sello del papá de Uno de los nuestros
o Casino, está aquí y es
inconfundible, pero es en el registro donde Scorsese se ha jugado el tipo. En los
momentos de comedia delirante y paródica, es donde El lobo de Wall Street encuentra el conejo de su chistera, la genialidad. En una escena de la película Belfort fuma crack por primera vez junto a su vecino, y en adelante socio,
Donnie Azoff. Leonardo DiCaprio y Jonah Hill, respectivamente, están demenciales
en este momento con sus alaridos, sus ruiditos, sus chillidos y sus miradas alucinadas.
Qué placer tan
grande produce esta escena, y toda la película. Probablemente habrá quien la
deteste: la duración de su metraje desatará algún que otro síndrome de clase
turista, y la escalada hedonista de Belfort levantará ampollas entre los amantes
de las discusiones ético-morales. Es lo que
tienen los saltos mortales, por muy bien que entres en el agua, siempre
salpicas.