Uno de mis momentos favoritos de cine
Después de realizar las exitosas El sexto sentido (1999), El
protegido (2000) y Señales (2002)
M. Night Shyamalan, trabajó unos pocos años con una libertad creativa adorable.
Durante esos años escribió y dirigió dos películas que para el que escribe esto
constituyen una doble entrada en el canon de lo mejor de Shyamalan: El bosque (2004) y La joven del agua (2006). Esta última, La joven del agua, cogió desprevenido a más de un crítico, y es que
las expectativas ante cada nuevo trabajo del director de origen indio eran
asfixiantes. Puedo entender las dudas en su estreno, sé que no es el trabajo
esperado de alguien a quien consideramos un cineasta “serio” –un cuento
fantástico de ninfas acuáticas con una primera lectura infantil–, pero sirve a
un Shyamalan en la cima de sus facultades, aunando talento y confianza, para
hacer la película que le da absolutamente la gana, y para explorar –con éxito, creo yo– y experimentar con el elemento más ligado al espectáculo del cine, la puesta en escena.
La joven del agua
es una obra preciosa de cine, totalmente inesperada de un tiempo como éste,
además de un interesante ejercicio metanarrativo sobre el arte de contar
historias. Valiente o absolutamente insensata, no estoy seguro, pero sea como sea La joven del agua requiere el trabajo de
un cineasta sin miedo, sin grilletes.
Shyamalan brilla en la puesta en escena. Con una labor de
fotografía –sí, en serio– bellísima, y una música preciosa. Paul Giamatti y
Bryce Dallas Howard están alucinantes, te hipnotizan. La joven del agua tiene uno de mis instantes favoritos de cine: ese momento en el que
los personajes principales se dan un abrazo de despedida –que se siente
sincero– define toda una carrera, incluso una vida entera si me apuras, la de
un cineasta genuino. No se me ocurre ninguna pareja decente para hacer compañía a
esta película, de veras. Si entras en su juego, inocente y virgen, es una película sin par, única y
emocionante.