Lo primero es dejar las cosas claras: ni soy un experto en cine de terror (ni en ningún otro), ni consumo historias de vampiros. No hace falta decir que ni he leído las novelas de Stephenie Meyer, ni tengo pensado leerlas. Todo esto lo digo porque mi intención está lejos de ofender a la legión de seguidores que se han acoplado al carro del éxito de Crepúsculo, un fenómeno literario juvenil que arrasa por donde pasa y pisa, de esos que de cuando en cuando se levantan como tormentas torrenciales.
La historia (originalísima) cuenta cómo una joven mortal llamada Bella (monísima Kristen Stewart) se enamora ¡en clase de biología! de un joven vampiro de nombre Edward (monísimo Robert Pattinson) que no puede estar junto a ella porque siente una extraña atracción por ¡zampársela! Para ser una película de vampiros le falta ese color tan maravilloso que es el rojo, rojo morbo, rojo pasión, rojo sangre.
Crepúsculo se deja ver los 122 minutos que dura, pero también se deja olvidar con facilidad al poner un pie en la calle. Cualquier lucecita de navidad te hará olvidar una película que con cada frase pretende regocijarse en la cursilería. Aunque no todo está perdido en Crepúsculo, me sorprende lo bien que aguanta la protagonista femenina el peso de la película (no es mucho, pero bueno...) y el acertado tratamiento de su personaje. Ella es triste y acepta las cosas que suceden con escepticismo.
Pero lo cierto es que hay que reconocer que para ser un producto de encargo, Crepúsculo tiene un tratamiento de la fotografía muy cuidado y una puesta en escena limpia y en ocasiones hasta elegante. Pero eso mismo se convierte también en problema. Es demasiado higiénica, como de una limpieza esterilizada. Echo de menos un ambiente mucho más turbio.
Qué bien le habría sentado a Crepúsculo que su directora Catherine Hardwicke le hubiese dado a la película el tono de terror de los años setenta que tan de moda está, resucitado por Planet Terror de Robert Rodríguez o True Blood de Alan Ball. Pero no fue así y Hardwicke casi se recochinea de nosotros vendiendonos la película como espéctaculo de consumo familiar. Cine pre-pubescente tan autocomplaciente que sirve para que los más jóvenes y rebeldes de la casa se vean reflejados, se miren el ombligo y asientan con la cabeza.